L A P i P A D e M I A B u E L O
Me maldijeron por esperar veintisiete años a probar un vino
Por Apeles R. Ortega Pérez
Publicado en la revista Bodega Canaria 1, agosto 2001
Vino del sitio y bebido en el sitio, circunstancia que añade placer. El vino era malvasía y el sitio Fuencaliente. La suma la completaba un tercer placer (¿de qué si no se puede hablar sobre la comida y la bebida?), el del reencuentro, del redescubrimiento. Un bobo emplearía el verbo revisitar, ese que puso de moda entre los intelectuales de El País y del ABC una versión televisiva de la BBC de una novela de Evelyn Waugh.
Veintisiete años después no regresaba a Brideshead, sino a Fuencaliente. No era la niebla de Inglaterra, sino un agosto tórrido en Fuencaliente con la luz sin matices del comienzo de la tarde. Veintisiete años después estaba en el mismo bar Parada, bar y venta de queso de almendras, bebiendo malvasía. Los mismos muebles que ya eran viejos en mi infancia, el mismo cantinero veintisiete años más viejo, aunque igual de callado que entonces.
Se impone una aclaración, una nota vinícola a pie de página, pues en todos los pueblos había un bar Parada. En este paraban las guaguas de la compañía María Santos Pérez, a mitad de los 52 kilómetros de curvas entre Los Llanos de Aridane y Santa Cruz de La Palma. Los viajeros, con la excusa de estirar las piernas y desamodorrarse con un café, se tomaban sus buenos malvasías. Incluso el chófer de la guagua. Y hasta el guardia civil le quitaba las esposas al preso que trasladaba y le daba unos duros para que fuera al bar. Eso sí, con la advertencia de que regresara enseguida.
Veintisiete años después, mientras mi hija la mayor y su peña de volatineros se preparaban para tirarse en parapente desde la carretera general y volar sobre las lavas, las viñas y las plataneras, cedí al impulso de refrescarme en el bar Parada. Aunque nunca tuve inclinación por los vinos dulces, pedí un malvasía.
Ese impulso inicial hizo que después comprara varias botellas de ese vino de color oro y tonalidades ambarinas, obtenido de uvas que en el pasado se trajeron de Grecia. La culpa no fue de su sabor dulce, sino de su sabor naturalmente dulce, pues entre un malvasía y un vino dulce de garrafa de supermercado aprecié la misma diferencia que entre la dulzura de la miel y la de un caramelo industrial.
Comenté con el cantinero veintisiete años más viejo que hacía el mismo número de años que no probaba ese vino de Fuencaliente. «Pues merece usted que lo maldigan» fue su única y breve respuesta. Recordaba que era poco hablador, aunque no que fuera tan contundente