- Publicado en la Revista Bodegacanaria en septiembre de 2002
- Por Apeles Rafael Ortega Pérez
Un mediodía de verano, a principios de los años sesenta, iba en la guagua desde Los Llanos de Aridane hasta Santa Cruz de La Palma. El asfalto de la carretera hervía del calor y, al pasar por Las Manchas, donde las viñas que crecen sobre lavas estaban madurando y ya presentaban un aspecto muy lozano, vi por la ventanilla un Cadillac de 1962 estacionado en un camino que atravesaba las parcelas.
Los racimos de uva rozaban ese coche enorme, un «haiga» de casi seis metros de largo, con aletas en forma de cola de pez sobre las ruedas traseras, parachoques desmesurados y cromados, neumáticos con banda blanca y el volante del mismo color. Había un montón de gente que lo rodeaba, vecinos del lugar que habían abandonado sus faenas en el viñedo para ir a admirarlo. Incluso habían improvisado con estacones y hojas secas un cobertizo para darle sombra, pues a semejante maravilla había que protegerla de las inclemencias del sol.
Hoy lamento que no hubiera un fotógrafo de talento que supiera captar en un instante mágico toda la historia que contaba esa escena. Una escena que no reflejaba, por supuesto, la imposible relación entre beber vino y conducir un coche, sino que hablaba del regreso de alguien que había emigrado a Venezuela años atrás. Del regreso de quien fue uno de los muchos que se marcharon… y de los pocos que regresaron enriquecidos.
Esa escena tan bonita, que por su realismo parecía un cuadro del americano Rockwell, y por su imposible extrapolación de los cochazos de Detroit -capital de la industria del automóvil en EE.UU- a las viñas de La Palma un cuadro del belga Magritte, tiene poco que ver con la realidad de lo que es conducir bebido, aunque se haya tomado el mejor vino del mundo. La realidad tiene poco de arte, mucho de pedestre y, en ocasiones, bastante de tragedia.
Aunque, si hay suerte, la realidad se puede conformar con quedarse en lo grotesco, sin llegar a lo trágico. También de esa época recuerdo a cierto chófer de aquellas guaguas Commer de la compañía María Santos Pérez, que tenía merecida fama de beodo.
Un día que subí a la guagua, que entonces tenía su parada al principio de la avenida Doctor Fleming de Los Llanos de Aridane, el citado chófer se había atiborrado de vino -y precisamente de vino de Las Manchas, el más consumido en el pueblo- y estaba durmiendo la mona en uno de los asientos. Como la gente tenía prisa por regresar a su casa y se impacientaba, el cobrador lo despertó como pudo y lo llevó a rastras hasta el volante.
Para que fue aquello. El borracho inició la marcha, pero al final de la avenida no atinó con el recorrido habitual, soltó tremenda vomitona por la ventanilla y dio la vuelta con intención de regresar por el carril del otro lado del paseo central, pero se equivocó y torció por la avenida Tanausú hacía abajo, rozando los árboles y haciendo eses a pesar de los esfuerzos del cobrador, que visto el panorama se había puesto a ayudarlo con el volante.
En una gasolinera que hay al final de esa avenida, pasado el cuartel de la Guardia Civil, logró dar la vuelta para subir por la avenida Francisca de Gazmira y, desde allí, tomar por fin la carretera de Puerto Naos. No sé como llegarían hasta ese barrio costero porque yo me bajé en Triana, en los Cuatro Caminos. Probablemente ese día me ahorré la peseta y media que costaba el trayecto hasta mi domicilio, pues el cobrador seguía ayudando al chófer con el volante -y hasta con la palanca de cambios-, sin que pudiera hacer otra cosa…
Esos eran unos tiempos distintos a los actuales. Desde mayo de 1999, fecha en que entraron en vigor las nuevas tasas de alcoholemia -la tasa de alcohol en la sangre se redujo de 0,8 miligramos por litro a 0,5 y la de aire espirado de 0,4 a 0,25-, quedó muy escaso margen para beber si luego se pretende conducir. De forma orientativa, la Dirección General de Tráfico señala que un varón sano de 70 kilos de peso supera la legalidad con dos copas de vino. Las mujeres lo tienen peor y alcanzan ese límite con menor cantidad de bebida, pues generalmente pesan menos que los hombres y el peso guarda una proporción directa con la cantidad de alcohol que puede asimilar el cuerpo humano.
Esto quiere decir que no es necesario estar borracho, ni mucho menos, para dar positivo en un control de alcoholemia: cualquiera que regrese conduciendo su coche de una comida familiar o con sus amistades, en la que haya acompañado los platos con un par de copitas de vino -lo menos que se despacha en tales ocasiones- ya tiene la consideración legal de presunto autor de un delito contra la seguridad del tráfico. En la carretera, además, puede ocurrir cualquier cosa y, aunque haya sido culpa de otro, luego el criminal es uno.
La única manera de evitarlo es esperar y que transcurra el tiempo antes de conducir. La Dirección General de Tráfico recomienda aguardar cuatro horas si se ha bebido lo suficiente para superar las tasas permitidas, es decir, las dos copitas de vino en la comida, y a ver quién tiene esa paciencia a las once de la noche, después de cenar en un restaurante y con las ganas de llegar a casa arreciando.
Una buena solución, si se va en grupo, es organizarse para que el conductor no beba alcohol y luego deje a los demás en sus casas. Los remedios o trucos populares para engañar al etilómetro de los agentes de la autoridad no funcionan, por mucho que haya quienes aseguren y hasta juren que sí. Atiborrarse de pastillas de menta o masticar ajos crudos sólo servirá para disimular el olor a alcohol, nunca para disminuir la tasa alcohólica del aire expirado.
Conozco el caso de un colega que recurrió al ardid de manifestar su desacuerdo con la tasa de aire expirado que le registró el etilómetro y solicitar un análisis de sangre para contrastar, derecho que asiste a cualquier persona que se vea en este trance.
Mi ingenuo colega pensó que, con lo mal que anda la Sanidad, lo llevarían a cualquier ambulatorio donde antes de hacerle el análisis lo tendrían varias horas esperando en la cola, tiempo de sobra para que le pasara el efecto de sus copas. Pues su gozo en un pozo: los agentes hicieron bien su trabajo y lo condujeron diligentemente al centro de salud más cercano, que distaba menos de diez minutos, los médicos los atendieron con preferencia y la muestra de sangre confirmó la del aire exhalado. Además de la consiguiente multa y retirada temporal del permiso de conducir, tuvo que pagar el análisis.
Sólo conozco un caso en que alguien se libró de las sanciones legales tras dar positivo en un control de alcoholemia, el de un amigo mío que no recurrió a ningún truco, sino a una argucia psicológica que el azar quiso que le deparara excelentes resultados. Mientras el agente de la autoridad, un hombre de 35 ó 40 años, tomaba nota de sus datos para tramitar la denuncia, su cara la pareció conocida, le sonaba haberlo visto antes en algún sitio.
Forzando la memoria cayó en la cuenta de que ese agente que rellenaba la boleta de denuncia había sido, a finales de los años setenta, un adolescente que militaba en el partido Fuerza Nueva, aquella formación de Blas Piñar que había convertido en sagrado su particular concepto de España, de lo español, del patriotismo y de la familia.
Mi amigo pensó que la ideología del agente probablemente habría evolucionado después de más de veinte años, pero donde hubo algo puede quedar, y se aventuró a decirle: «Qué mala suerte he tenido hoy. Vengo de una cena familiar y, como usted sabe, en España siempre se bebe vino español en las comidas familiares».
Un recurso psicológico empleado en el momento adecuado, pues el agente de la autoridad dejó de escribir en sus formularios, pareció quedarse algo consternado y, finalmente, se limitó a sermonear a mi amigo para que extremara la prudencia de regreso a su casa y que, bueno, por esta vez, y dado que no mostraba signos externos de embriaguez, la cosa podía dejarse pasar…
Transcurrieron todos los plazos legales de notificación, tanto de Tráfico como de Hacienda, y a mi amigo nunca le llegó la multa. Cosas de la idiosincrasia de este país, pues en cualquier otro donde el patriotismo no haya distinguido ideologías, ni haya habido grupos que se lo reservaran en exclusiva, la estratagema no le hubiese resultado. Pero no hablemos de política. Disfrutemos del vino y, si lo bebemos, seamos sensatos y no conduzcamos después.