Piel con piel, los ojos entrelazados, sus almas en un nudo. Dos copas y unas velas, siempre impares, siempre hacia el horizonte.
Las olas rugiendo, el viento coquetea con la sal y el sol, que hace un instante ha cruzado el horizonte, derrama su paleta de colores.
Viven ese instante en que parece imposible entender si están en la realidad o a tres metros sobre el suelo. Ella, mar inquieta, profunda e insondable; Rizos aún dorados y alborotados, colección imprecisa de pecas y mirada indescifrable. Él, piel morena y ojos claros; Tranquilo pero indomable, equilibrio en cada gesto, en cada palabra.
Sus vidas se cruzaron como lo harían unas líneas paralelas, es decir, por casualidad (o tal vez el camino tenía que llegar a ese cruce…) y desde aquél instante en que sus manos se tocaron al querer coger el mismo libro (almas gemelas se titulaba) en una librería con nombre etéreo, todo cambió, o mejor dicho, a partir de ese encuentro todo cobró sentido.
Ha pasado el tiempo y siguen escribiendo fórmulas matemáticas en las que uno más uno nunca da dos, sino algo parecido a ellos. Dibujan palabras de amor en la arena, palabras que borra el mar porque, celoso, las quiere para él y no que acaricien la orilla.
Avanzan y no dejan huellas, hablan y no se escuchan las palabras, se rozan y el tiempo se detiene.
(Una chica y un chico que bordean los dieciocho, caminan cogidos de la mano. El ocaso es impresionante y la magia domina el ambiente. Casi al final de la playa encuentran a una pareja de ancianos que disfrutan del instante con una copa de vino y unas velas que dibujan un sendero. Los jóvenes se estremecen cuando al pasar cerca, sienten el amor que desprenden unas manos entrelazadas y desbordadas de arrugas).
Roque de las Bodegas. Anaga. Santa Cruz de Tenerife.