Un paseo por la isla de Tenerife, Norte y Sur, deja un buen sabor de boca. Sabido es que la papa negra es un exclusivo tesoro canario que puede asemejarse a una trufa amarilla. Sabrosa como pocas, de pequeño tamaño -no alcanza una nuez-, debidamente arrugada en cocción con mucha sal, mezclada con el prodigioso mojo rojo, supone un regalo inigualable. Es difícil encontrarla en la península: tal vez en la Boquería barcelonesa o en el madrileño Gold Gourmet del gran Luis Pacheco. En Santa Cruz, en cambio, uno da con ella fácilmente en el delicioso y neocolonial mercado de La Recova, mercado de Nuestra Señora de África, donde se despacha con envidiable normalidad. Para los aficionados obsesivos a tal delicia, verlas de forma abundante en un par de puestos o tres nos supone eso, envidia inevitable. En La Recova, por demás, uno puede detenerse en la trasera del puesto de pescado de Nicomedes y saborear los peces únicos que dan aquellas aguas. Un vino y unas viandas ligeras es una buena parada a media mañana.
Sabido es también que siento debilidad por El Coto de Antonio, el lugar que dirige Carlos Padrón, en el que confeccionan el mejor mojo de la isla. Con esas papas y ese mojo, uno no necesita muchas cosas más. Ya que entran, no dejen de saborear el cherne, pescado blanco canario primo hermano del mero que resulta el gran orgullo de los pescaderos isleños. José Carlos Marrero, embajador de la gastronomía canaria (Gastrocanarias es su aplicación para móviles que le dice dónde comer en cada momento, se encuentre donde se encuentre), siempre me descubre algún rincón inusitado. Inusitado para mí, claro, no para ellos. La noche de un viernes me acercó hasta San Andrés, a la vera de la capital, donde una joven pareja gallego y catalana roza el primor con la fauna piscícola de Tenerife. Se llama La Posada del Pez y me ofrecieron un par de perlas inolvidables. Previo a esa noche me dejé caer por otro de los templos más que agradables de la ciudad, justo frente al inigualable hotel Mencey, en la ronda que hasta hace poco llevaba el nombre de Franco y que ahora porta el de la ciudad: Sagrario. Ella es de raíz castellana y combina con perfecta armonía la sobriedad mesetaria con la mar canaria. Una simple pero perfecta y pequeña langosta tinerfeña es suficiente para no desear ninguna cosa más.
Los vinos canarios, por demás, están rompiendo en calidad extraordinaria. Viejas variedades y buenos enólogos están haciendo maravillas. No deben perderse Can, vino de La Orotava, granate oscuro, elegante combinación de listán y vijariego, denso en boca, persistente, que ya había conocido en anteriores idas y que me reafirmó en mi gusto. Me proporcionó un par de ratos de placer único una bodega de San Miguel de Abona, suelo volcánico, intensidad desmedida, que trabaja de forma orfebre la uva baboso negro: Altos de Trevejo, con algo de syrah, y Trevejos, exclusivamente baboso, son dos vinos de factura soberbia. Búsquenlos, pídanlos, bébanlos. Ya sabrán decirme.
Un paseo por el sur, ahora en temporada alta, y lleno hasta la bandera de alemanes, franceses, británicos pasmados de que a tres horas de avión uno pueda pasear en manga corta, bañarse en las Américas o en El Duque, comer en La Caleta, el pueblín que cierra un largo paseo desde Los Cristianos, es una forma excelente de pasar un fin de semana. Debería ser más económico viajar desde la península hasta cualquier isla canaria, pero esa es otra. No dejen de visitar Las Aguas, el magnífico restaurante de Braulio Simancas en el hotel Bahía del Duque. Y que les sirva un tinto de La Palma, Negramoll, de la bodega Matías i Torres, a la altura del mejor. Y un blanco de La Gomera, Paisaje de las Islas, uva forastera blanca, que es lo mejor que he probado en los últimos años. Y paro aquí porque ya no me queda sitio. Continuará…
Fuente: Por Carlos Herrera en Finanzas