- La Pipa de mi Abuelo. Publicado en la revista Bodegacanaria (edición impresa) en noviembre 2002
- Por Apeles Rafael Ortega Pérez
Una pregunta que se hacen muchos, al hilo del auge que ha cobrado el vino canario y de la importancia de esta bebida en la gastronomía, es cómo iniciarse en él y disfrutarlo con el conocimiento debido. Más de una persona ha consultado la cuestión con el autor de estas pipas, quizá suponiéndole más cualificación de la que en realidad posee.
Y el autor de las pipas cree, sinceramente, que un poco de sentido común y de curiosidad -que es la madre de las ciencias- bastan a cualquiera para empezar a desenvolverse en el aparente laberinto de los vinos canarios, sin necesidad de conocimientos especiales, de la misma forma que puede disfrutar de la música sin saber solfeo o de la lectura de novelas sin ser catedrático de lengua y literatura.
Dejaré de escribir en tercera persona y confesaré que mi iniciación al vino fue tardía. Aunque mi infancia en La Palma transcurrió en una época en que era habitual ofrecer cantidades moderadas a los niños -medio vasito en la comida, otro poco durante una visita, algo de champán o sidra en la cena navideña…-, me desagradaban el sabor y el posterior efecto.
A veces temía las visitas a los familiares o las de ellos, en las que el agasajo del café y el vaso de vino, o de mistela o de licor de café era casi obligado. En una ocasión, mis abuelos paternos, que vivían en Santa Cruz de La Palma, me enviaron con un recado hasta una casa radicada casi al extremo de su misma calle, la de Baltasar Martín. Subí a la carrera, sin esfuerzo, a pesar de la pendiente tan pronunciada. Pero al regreso, después de la pertinente invitación a almendrados y vaso de vino del Hoyo de Mazo, mis pies se volvieron de goma cuesta abajo y parecía que los adoquines sobre los que intentaban apoyarse estaban sueltos.
Experiencias como la descrita me alejaron del vino, que tampoco fue santo de mi devoción durante mi primera juventud, ya afincado en Tenerife. Ni siquiera durante la época de estudiante -apropiada para los excesos-, y de esto tuvo la culpa un veneno que inventaron en La Laguna para consumo de bachilleres y universitarios escasos de dinero: el llamado «vino con vino».
El invento, que todavía se despacha en ciertos bodegones y guachinches, de esos que ofrecen tapas momificadas de purito viejas, con mosca muerta incluida, consiste en mezclar un vino malo con otro peor -no sé si un blanco con un tinto, o un dulce con un seco- para obtener un tercero pésimo para el paladar y para la cabeza, aunque precisamente ese efecto sobre la mente es el que busca cierta clase de bebedores.
Entraba ya en la treintena cuando empecé a apreciar el vino. Una vocación tardía. El responsable fue un amigo que tenía un restaurante en Santa Úrsula, y a través de la calidad de su cocina me entró el gusto por los caldos de la comarca de Acentejo, que hacían buen maridaje con los platos que servía.
Este amigo tenía, a su vez, otros amigos y conocidos con bodegas y con frecuencia lo acompañaba a probar los vinos, con lo que mi paladar fue ensanchándose, captando los matices diferentes de cada zona, y despertándose mi curiosidad, que ya dije que es la madre de las ciencias.
Curiosidad y sentido común para la iniciación en el vino, al igual que para la iniciación en la literatura. Se comienza a probar vinos igual que se comienza a leer libros. Todo ello sin asustarse del vocabulario técnico -y, en ocasiones, rebuscado y hermético- de los catadores profesionales. O de los críticos literarios.
Si todos, a poco que tengamos una mínima costumbre lectora, podemos disfrutar de una novela, también tenemos vista, olfato y gusto. Tenemos ojos para distinguir los matices de un color tinto, blanco o rosado, y nariz para apreciar si huele a madera, a tierra o a frutas, y paladar para distinguir un sabor ácido de otro amargo, o uno dulce de otro resinoso. Si al leer una novela experimentamos un placer doble, el obtenido página a página y el que sentimos después de la palabra «Fin», cuando ya dominamos la perspectiva para apreciar el valor o el significado de las historias cruzadas, lo mismo ocurre con el vino: placer en el momento de beberlo y sentir cada una de sus características, y el disfrute posterior de la mente, que mezcla todos esos deleites.
Esto será suficiente para la iniciación y nos permitirá ir conociendo poco a poco los vinos canarios, a medida que vayamos probándolos, igual que poco a poco nos adentramos en la literatura según vamos leyendo autores diferentes. Probando, leyendo y, por su puesto, comparando, que así se aprende. Si se vive en Tenerife, donde hay cinco denominaciones de origen, se comienza por los de la comarca más próxima al lugar de residencia y paulatinamente se amplía el círculo, aprovechando los desplazamientos por la Isla. Y tampoco es mala idea una visita dominical a la Casa del Vino, en El Sauzal, que además de salas de exposiciones, tasca, restaurante y sala de catas dispone de un completo museo que informa al aficionado curioso de la historia insular de esta bebida, de los sistemas de cultivo y conducción de la viña, de los terrenos de cultivo, de las variedades…
Se hace necesaria una llamada a la moderación, pues no es necesario conocerlo ni probarlo todo el mismo día. En cuestión de bebidas alcohólicas, quien se retira a tiempo puede regresar y nunca le ocurrirá lo que a un conocido mío, al que, en 1993, su entusiasmo de principiante le acarreó malas consecuencias una tarde decidió emprender una «ruta del vino», desplazándose con un furgón de su propiedad.
Por fortuna no sufrió ni ocasionó ningún accidente, pero su inmoderación hizo que despertara a la mañana siguiente con una resaca terrible y una laguna en la memoria, de la que derivó apenas logró ponerse en pie una pregunta angustiosa: ¿dónde dejé mi furgón? Las llaves estaban en un bolsillo del pantalón que vestía la tarde de autos, pero por mucho que forzó la memoria e indagó entre quienes recordaba haber estado, del vehículo nunca más se supo. Ni se ha sabido desde 1993 hasta hoy. Y eso que era un Fiat Ducato, un furgón enorme.
Continuemos, pues, con una iniciación más sensata. Los viajes por las islas, de trabajo o de vacaciones, son una buena ocasión para practicar el turismo gastronómico y conocer los vinos de Canarias. Gracias a mis regresos a La Palma redescubrí con deleite los vinos que aborrecía de niño: los de Las Manchas, los del Hoyo de Mazo, los de tea del norte y los malvasías de Fuencaliente. En sus visitas a esta isla, aprovechen, pruébenlos y caten las diferencias entre ellos, que las tienen aunque pertenezcan a la misma denominación de origen. Repito: todos podemos distinguir olores, colores y sabores, aunque sea mínimamente.
Los mismo si van a El Hierro -donde hay vinos de La Frontera, de Las Vetas y hasta «de pata», como vimos en la anterior pipa-, a Lanzarote, a Gran Canaria -donde empiezan a resurgir después de décadas de abandono- o a La Gomera, donde a pesar de la desastrosa vendimia de este año siguen batallando para que se les reconozca una denominación. Éxito para los gomeros y grancanarios, que su éxito será luego nuestro deleite.
Y ojo: el aprecio por los vinos canarios no debe conducirnos al error de despreciar los peninsulares, igual que el gusto por leer a Galdós, a Víctor Ramírez o a Víctor Álamo de la Rosa no nos impide disfrutar de Pío Baroja o de Miguel Delibes. Todos aportan un conocimiento, y disfrutar de las sutilezas de un Rioja o un Ribera del Duero también nos ayuda a conocer la riqueza de matices de un Tacoronte-Acentejo, un Ycoden Daute Isora o un Lanzarote.
Ya que he mezclado vino y literatura, en la novela «El Anticuario», del escocés Walter Scott, figura un pasaje en el que el anticuario Oldbuck muestra al joven Lovel su colección de maravillas e, intencionadamente, deja para el final la estrella de sus tesoros. Léanlo ustedes:
<<Diciendo esto, mister Oldbuck abrió un cajón, sacó un manojo de llaves y descorriendo después un tapiz que ocultaba la puerta de un gabinete, entró en el mismo, bajando cuatro escalones de piedra. Se oyó un tintineo de botellas y vasijas y a continuación apareció de nuevo mister Oldbuck con dos vasos en forma de campana con un pie muy largo, tal como se ven en los cuadros de Teniers, y una botella de lo que él llamaba rico y oloroso vino de Canarias, acompañado de un trozo de pastel colocado en una bandeja de plata, la cual era un exquisito trabajo de arte antiguo.
-Nada le diré de la bandeja -observó-, aunque se dice que fue labrada por aquel loco de Florencia, Benvenuto Cellini. Pero nuestros antepasados, mister Lovel, bebían dorado vino de Tenerife; sabían lo que debía beberse. ¡Por el éxito de vuestros negocios en Fairport! >>
Vino de Canarias servido en una bandeja de Cellini, el gran orfebre y escultor del Renacimiento. Arte, literatura y vino canario. Triple placer.