La cata de un vino, como de cualquier otro productos que podamos beber o comer, es simplemente un ejercicio donde ponemos a prueba los sentidos y la memoria. Un experto ha desarrollado éstos por encima de la media humana, pero simplemente porque profesionalmente se ha dedicado a ello. Para disfrutar de una copa de vino necesitaremos bastante menos que ser expertos, pero sí unas nociones elementales en la materia. Vamos a extraer parte de un artículo que nuestra revista «Bodega Canaria» publicaba en diciembre de 2004 en la sección «La pipa de mi abuelo»; el texto es de un querido periodista y colaborador, Apeles Ortega Pérez (fallecido en agosto de 2007), que expresaba perfectamente como debemos comportarnos ante esa copa:
Usted puede ser su propio crítico de vinos, y si carece de los conocimientos necesarios los puede adquirir con un poco de práctica y de sentido común. Si usted, por ejemplo, tiene su opinión sobre los asuntos políticos y en unas elecciones sabe a quien votar o tiene motivos para abstenerse sin haber estudiado Derecho Constitucional, en un restaurante no tendría que disimular su inseguridad o desconocimiento y aceptar a ciegas el vino que le dan a probar. Parecerá que pretendo impartir una clase de enseñanza primaria, pero hay unos principios elementales, pues tenemos los sentidos necesarios para catar: la vista, el olfato y el gusto. Obviamos, por supuesto, aquellas personas que tienen alguna discapacidad sensorial parcial o total. Cierto que los catadores profesionales los han desarrollado más gracias a su uso constante, pero usted y yo también podemos practicar y entrenarlos para distinguir un vino grande de otro que tira a lo mediocre. Dirá usted que, además de los sentidos que ya tiene, necesita un vocabulario técnico, un léxico específico del que ahora carece. Pues sí y no: las expresiones necesarias irán tomando forma en la mente a medida que se practique y se gane experiencia («Domina el tema y las palabras vendrán solas», decía Cicerón), y por las innecesarias y superfluas no hay que preocuparse. Muy al contrario, deberíamos incluso burlarnos de algunos pseudoenólogos que, al igual que hacen los economistas, los críticos literarios o algunos periodistas de la sección de cultura, utilizan una especie de neolenguaje incomprensible, cuya única finalidad es que los ciudadanos normales nos sintamos ignorantes.
Para catar y describir con palabras la cata a otras personas, usted y yo, cualquiera con un poco de fundamento, sólo necesitamos verter un poco de vino en la copa e iniciar un proceso sencillo y ordenado con nuestros sentidos. Primero, con la vista, observando el vino al trasluz para asegurarnos que su color es limpio y brillante. ¿Acaso es difícil distinguir un color limpio de un color sucio? Tampoco es complicado diferenciar, en el caso de los blancos, un amarillo pálido de un amarillo paja, ni un rojo rubí de un rojo granate si se trata de tintos.
Luego, el olfato. Acercamos la nariz a la copa para distinguir si presenta aromas agradables, propios de un buen vino, u olores desagradables que nos indicarán que el vino no es tan bueno o que ya comienza a estropearse. Sólo hay que oler para percibir si los aromas son de fruta madura, de frutos secos, de fruta tropical, de especias, de cítricos, de vainilla… y decirlo con estas mismas palabras. Hasta aquí tampoco hay dificultad, y cuando hayamos adquirido experiencia hasta podremos distinguir los llamados aromas primarios, que son los que aporta la variedad de uva, los secundarios, que vienen de la fermentación, y hasta los terciarios, es decir, el bouquet del envejecimiento en la barrica.
Por último, el gusto. Una pequeña cantidad del vino en la boca hará que nuestras papilas gustativas aprecien los sabores (que casi siempre estarán relacionados con los aromas), su persistencia y si su paso por el paladar es sedoso, enérgico, ampuloso, untuoso… Todos tenemos capacidad para distinguir sabores y, además, el mismo número de papilas gustativas en la lengua que Parker o José Peñín. La única diferencia es que estos reputados catadores tienen a su favor la experiencia acumulada, la práctica habitual de una actividad que han convertido en su oficio.
Con estos tres pasos percibiremos y memorizaremos las sensaciones que catamos en el vino. Del conjunto de ellas, agradables o desagradables, emitiremos un juicio, daremos una opinión con palabras sencillas que nada tendrá que ver con ese neolenguaje oscuro del que nos reímos antes.