- Por Apeles Rafael Ortega Pérez (La Pipa de mi abuelo)
- Publicado en la revista Bodegacanaria edición impresa en marzo de 2002
No, la pipa no hablará de lo que ustedes hayan imaginado al leer el título. El asunto es otro distinto y no está relacionado con lo festivo, sino con la realidad social. Imaginen a un hombre que ha trabajado de sol a sol y luego no se le permite disfrutar de los beneficios y del fruto de su esfuerzo. Todo el mundo dirá que es una injusticia, pero no todos se percatan cuando se trata de valorar la labor de las mujeres en los viñedos o en las cocinas y mostradores de los bodegones y guachinches.
Durante todo el ciclo de la viña, las mujeres se destrozan las manos bajo ese mismo sol en la finca familiar con las labores de poda, atado, desnietado, despuntado y remangado, pero llegado el ansiado día de San Andrés, o de San Martín, según la isla, quedan excluidas del disfrute de tanto esfuerzo.
Conviene recordar, precisamente ahora que estamos en marzo, mes que conmemora el Día de la Mujer, que sus conquistas sociales y personales avanzan más despacio en el mundo rural que en el urbano, circunstancia a la que se suman en el mundo vitícola razones culturales o, por decirlo mejor, de incultura, pues afirma un refranillo estúpido que «ante la menstruación el vino se agria, el pasto se seca y los frutos se caen». Por este motivo todavía quedan bodegas que prohíben la entrada a las mujeres, y cabría preguntarse si de verdad lo creen o si sólo es una excusa machista para disfrutar en exclusiva de los vinos.
Es cierto que, todavía, quedan mentecatos que piensan que el ciclo femenino provoca prodigios como empañar los espejos, cortar la mayonesa, secar las plantas e, incluso, oxidar el acero inoxidable. Esa gente que, en una comida familiar, se alarma cuando su hija decide bajar a la bodega a traer más vino y le pregunta si tiene la regla. La hija, que sí la tiene y abundante, como toda joven saludable , contesta que no, abre la llave de una barrica, llena una botella y regresa al comedor sin que nuestra bebida favorita sufra la menor alteración.
También es cierto que hay otros que no creen en esas historietas, pero se aprovechan de ellas para conservar un coto exclusivo de masculinidad, donde encontrarse con sus amigos y compadres. Probablemente para hablar de mujeres, que es de lo que suele conversarse en las reuniones de hombres solos.
Unos y otros serán los que se han llevado las manos a la cabeza al enterarse de que una treintena de mujeres, a las que el Cabildo de Tenerife había formado y cualificado en oficios vitivinícolas, ofrecieron los primeros caldos elaborados por ellas mismas, su primeros tintos, blancos y rosados, que además les daban la oportunidad de insertarse laboral y profesionalmente, como trabajadoras autónomas o por cuenta ajena, en una actividad económica que atraviesa una fase expansiva y que hasta ahora se consideraba masculina.
Que cunda el ejemplo, porque no sólo se desloman trabajando en la finca familiar. También lo hacen en el mostrador o en la cocina del bodegón, y precisamente la fama de un buen establecimiento de este tipo no sólo viene de su vino, sino también de esa señora con tan buena mano para el pescado encebollado, la carne de fiesta, el conejo al ajillo o las garbanzas.
Por añadidura, es frecuente que sea esa misma señora la que lleva el negocio, pues el marido ya no controla su afición al vino y se pasa el día beodo, cuando no ausente porque hoy es su cumpleaños y no se pondrá a trabajar en semejante ocasión, mañana porque es su onomástica, pasado la de su compadre, al otro porque se va con Fulano a probar un vino verdillo que tiene Mengano…
Tampoco se quedan cortas a la hora de pararle los pies, de impedirle la entrada o de echar a la calle a un cliente caradura, que siempre puede aparecer un indeseable en un negocio abierto al público. Cierta tarde lluviosa subí con un amigo a uno de esos establecimientos perdidos en la cumbre, difíciles de encontrar a pesar de la fama de su cocina y de su vino si no se conoce bien el camino, que casi siempre es de esos que llaman «de cabras».
El negocio lo llevaban dos ancianas habituadas a los inviernos extremos de ese lugar. Al manifestarles nuestra intención de comer nos contestaron con este otro refranillo, más sabio que el anterior: «saco lleno no se dobla».
Durante más de una hora disfrutamos de la comida, del vino y de la imagen de la lluvia que veíamos a través del ventanal caer sobre las viñas de las medianías, regando la comarca de Acentejo de ese modo ligero, persistente y sin viento que tanto beneficia a los cultivos, empapando la tierra sin arrastrarla.
Tras la sobremesa, pedimos la cuenta, dejamos el dinero entre los platos consumidos y nos marchamos. Fuera la lluvia había arreciado, subimos de prisa al coche para no empaparnos y avanzamos un poco más arriba, donde terminaba el camino, para dar la vuelta y regresar.
Entonces, a través de la zona que barrían las escobillas del limpiaparabrisas, vimos a las ancianas, que apenas se habían puesto un saco de tela en la cabeza para protegerse del aguacero, que se colocaron en medio del camino para impedirnos el paso y que nos hacían señas para que nos detuviéramos.
Las ancianas creyeron que nos íbamos sin pagar y no estaban dispuestas a permitirlo. Les explicamos que el dinero lo dejamos sobre la mesa y hasta las acompañamos al interior, para que no desconfiaran. Al ver la cuenta abonada, aunque medio oculta entre los platos, se deshicieron en disculpas, nos invitaron a otra ronda de tinto del Llano de La Matanza y nos regalaron una bolsa de chicharrones para el camino.
Como decíamos al principio, los avances de la mujer van más despacio en el mundo rural, pero se ven cambios paulatinos y las nuevas generaciones quizá puedan organizar un escenario distinto.
Las estadísticas educativas reflejan que las niñas de nuestros campos y medianías obtienen mejores calificaciones escolares que los niños del mismo ámbito, y que éstos caen con mayor frecuencia que aquellas en el fracaso escolar. También indican que las niñas son más proclives a inscribirse en actividades extraescolares que aumentan su formación y enriquecen sus capacidades, mientras que los niños se van a jugar al fútbol.
De aquí a diez o quince años, es previsible que esas niñas obtengan los mejores empleos, dirijan el negocio familiar o sus despachos profesionales y que a los niños les ocurra lo que todos los que sueñan con ser estrellas del fútbol: que terminan de parados de la construcción o en puestos en los que no se requiere cualificación.
A principios de enero, en esos días en que todos portábamos una calculadora para traducir las pesetas a euros, disfrutaba con Maica recuerden, la del viaje a Acusa Verde de uno de nuestros habituales almuerzos en una venta de la cumbre. La misma señora que había preparado la comida y que nos atendió en la mesa llamó luego a su hija treceañera, que hizo un cálculo diligente y preciso de la cuenta en las dos monedas.
Mientras la muchachita hacía las operaciones de cálculo inclinada sobre el mostrador, se acercó su hermano adolescente a mirar con la expresión de asombro que siempre se les dibuja en la cara a los torpes de intelecto. La señora intervino rápida y le dijo al chico: «Tú no hagas nada, que lo estropeas todo».