- Publicado en la Revista Bodegacanaria (edición impresa en marzo de 2003)
- Por Apeles Rafael Ortega Pérez
Dicen que vivimos en la sociedad del ocio, afirmación que despierta la sonrisa de quienes trabajan de sol a sol, que no terminan de comprender esa situación personal de cese de cualquier clase de actividad económica o que apenas tienen tiempo libre después del trabajo cotidiano para dedicarlo al descanso o a ocupaciones distintas de las habituales.
También dicen que el tiempo de ocio es, por lo general, creciente a medida que las sociedades progresan en lo social, y aquí nos encontramos con dos paradojas: por un lado, que ese tiempo libre genera una nueva industria de actividades de esparcimiento, que algunos han llamado sector cuaternario para distinguirla del sector terciario o de servicios, y, por otro lado, la existencia de parados forzosos que dedican sus horas a la búsqueda de trabajo, sin disfrutar de esa inactividad transitoria o de larga duración. La suerte de unos también puede ser la desgracia de otros.
En ese tiempo de ocio es constatable el hábito social de tomar bebidas alcohólicas, que ha generado toda una industria en sentido estricto (el sector secundario), que las fabrica y embotella, y todo un mundo de servicios, que las sirve a la multitud que acude en masa a los establecimientos públicos donde las dispensan. Sin olvidar a la administración tributaria, que aplica onerosas tasas a todos. Es un fenómeno de masas arraigado en extremo, y sus consecuencias no siempre son buenas, aunque opino que se debe distinguir entre quienes en su tiempo libre siguen o practican lo que se ha llamado cultura del vino y quienes simplemente beben y se embriagan.
Hace poco, el secretario de Salud Laboral y Medio Ambiente de la Unión Insular de Tenerife del sindicato CCOO, José Manuel Corrales, difundía un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el que se advierte de que el 5 por ciento de las muertes de jóvenes de entre 15 y 29 años en todo el mundo se asocian al consumo de alcohol, del cual sufren dependencia 140 millones de personas en el planeta. Además, en ese estudio se sostiene que el alcohol es responsable del 4 por ciento de la morbilidad mundial y de entre el 20 y 30 por ciento de los cánceres de esófago, hepatitis, epilepsia, accidentes de circulación, agresiones y homicidios.
Por lo que respecta a España, CCOO también alertaba de que los resultados de estos estudios concluyen que, además de marcar el crecimiento en el consumo y en el descenso en las edades de inicio, hay también tendencia al policonsumo, es decir, adictos que son consumidores frecuentes de dos o más sustancias.
Según estas estadísticas, el tipo de consumo viene discriminado por sexo: con relación a los hombres, se apunta que la sustancia más consumida es la cocaína (casi el 40 por ciento), seguida por el alcohol (34 por ciento) y la marihuana (20 por ciento). En el caso de las mujeres, se señala que el alcohol (con casi el 35 por ciento) es la sustancia más consumida, seguida por la cocaína (28 por ciento), la marihuana (20 por ciento) y los psicofármacos, con casi el 9 por ciento.
Por otro lado, el consumo de bebidas alcohólicas entre los adolescentes creció un 150 por ciento en los dos últimos años, fenómeno extendido a todas las capas sociales y a todo el territorio nacional. Más del 70 por ciento de los estudiantes consume bebidas alcohólicas. En la mayoría de los núcleos urbanos, especialmente en Canarias, este porcentaje casi siempre supera la mitad de los estudiantes.
Malas consecuencias, pues, para la salud. Lo que las administraciones ganan en impuestos y tasas, lo pierden luego en un gasto sanitario que podría evitarse con otro estilo de ocio. Y también pésimas consecuencias para la convivencia, ya que esta avalancha de bebedores se concentra en lugares concretos de las áreas urbanas y de los núcleos de población de los pueblos causando molestias innumerables a quienes allí viven, que hasta se ven privados de un derecho tan elemental como es el descanso nocturno.
La diversión de muchos también es la tortura de un número no menor de ciudadanos, que tienen la desgracia de que esos establecimientos de ocio se hayan instalado donde ellos tienen su dormitorio, con absoluta tolerancia, cuando no complicidad, de unos ayuntamientos que prefieren engrosar sus arcas por la vía de los impuestos y de las licencias antes que evitar que los vecinos sean víctimas de la delincuencia acústica. Incluso en los pocos casos que hacen cumplir a rajatabla los horarios de cierre, estos pueden llegar hasta las cinco de la mañana, lo que no es ningún consuelo para el ciudadano que a las ocho, o antes, tiene que estar fresquito en su puesto de trabajo para cumplir con sus obligaciones laborales.
Por esta razón comienzan a proliferar las asociaciones de ciudadanos contra el ruido, que pretenden acabar con la tolerancia de las administraciones y demostrar que quienes promueven esos centros de ocio no son empresarios que generan empleo y riqueza, sino aprovechados que se enriquecen a costa del descanso y de la calidad de vida de otros.
Pero, ¿se incluyen los bebedores de vino en esa masa nocturna que acude a los abrevaderos del alcohol? Aunque no se debe generalizar, creo que se trata de dos grupos distintos de personas, con hábitos, costumbres y hasta talantes diferentes: el de quienes optan por el bullicio de cafeterías, discotecas y similares, donde el vino queda relegado ante otras bebidas de mayor contenido alcohólico, y el de quienes se sienten extraños en ese ambiente, se decantan por bebidas que se dejen paladear y prefieren lugares más relajados, en los que además puedan entablar una conversación con otros parroquianos para cambiar impresiones, quedar con los amigos o, incluso, acordar una cita profesional.
Es distinto el ocio de quien acude a tomarse unos vinos en una tasca a media tarde del que se inclina por una ginebra con tónica en un local de moda a las tres de la mañana. El primero disfruta y se enriquece, mientras que el segundo, simplemente, se va de marcha y después se levanta con dolor de cabeza. Como dice el refrán, la carrera que el caballo no da, en el cuerpo la conserva.
El vino, además, favorece la conversación y fomenta esas tertulias que nacen espontáneamente y reúnen en torno a su cata tranquila a personas que de otro modo tal vez no hubieran coincidido. Hace años asistía, siempre que no tuviera otras obligaciones, a una ventita de La Laguna, en la calle Candilas, donde se encontraban para charlar un rato un protésico dental, un empleado de Iberia, un artesano especializado en la forja del hierro, un profesor de la Facultad de Historia, un comerciante jubilado, un miembro de la Esclavitud del Cristo y un servidor de ustedes, escribiente de periódicos.
Una mezcla de gente muy heterogénea, de la que sin embargo salía una conversación fluida, en la que cada cual aportaba su punto de vista y en la que había un intercambio de opiniones y pareceres muy enriquecedor. Gracias, sin duda, a los vasitos de vino que a todos nos atraían. Será difícil que un cónclave parecido pueda surgir con otro tipo de bebidas o en otra clase de establecimientos, donde el volumen de la música y el ambiente ruidoso sólo permite la comunicación mediante gestos.
Esas tertulias tan peculiares forman parte, sin duda, de la cultura del vino, a la que en la actualidad se suman otras actividades de ocio, como el llamado enoturismo, vinculado al turismo rural y que puede ser una actividad complementaria para las bodegas de Canarias. Así comienzan a entenderlo en otras regiones vinícolas, caso de Utiel-Requena, cuyos viticultores han invertido en alojamientos rurales y organizan para los huéspedes rutas por los lugares de interés, en las que no falta la visita a sus bodegas, con la pertinente degustación de los caldos.
No sé si en Canarias se han organizado iniciativas semejantes, pero puedo dar constancia de un número creciente de aficionados al senderismo que no quieren quedarse en la vertiente meramente atlética o deportiva de esta actividad de ocio y organizan sus rutas con un final gastronómico.
Gente que, por citar un ejemplo, inicia su ruta de buena mañana en La Esperanza, caminando por la cumbre en dirección a La Orotava. O si prefieren un trayecto más corto, empiezan a caminar en los montes de Ravelo con destino a Santa Úrsula. En los dos casos, el trayecto atraviesa varias clases de pinares, permite admirar paisajes cuya existencia ni se imagina cuando se circula en coche por la carretera general, y seis o siete horas de caminata después, se comienza el descenso hacía los núcleos de población bajando por barrancos llenos de bancales de papas y castaños hasta llegar a los primeros viñedos.
Las horas caminando y la visión de esas viñas abren el apetito y se busca el bodegón, el guachinche, la venta o la bodeguita del amigo donde reponer fuerzas con el conejo en salmorejo o al ajillo, la carne de fiesta, el cherne salado o las arvejas con el vino de la comarca, mientras se charla de lo que se vio en el trayecto y de lo que bien que se quedó el cuerpo, a pesar del esfuerzo y de las agujetas. ¡Qué diferente es este ocio del que sólo acarrea levantarse con resaca después de haber impedido el descanso del vecino!
Vuelvo a repetir que no se debe generalizar, pero el protagonista de un relato del italiano Papini afirmaba que «hay dos clases de pueblos: los que se alimentan de vino y de aceite, y los que se alimentan de ginebra y de mantequilla. Evidentemente, la cultura sólo la pueden hacer los primeros». Valga también para la cultura del ocio.