- Por Apeles Rafael Ortega Pérez
- Publicado en la revista Bodegacanaria (edición impresa) en diciembre de 2004
Usted puede ser su propio crítico de vinos, y si carece de los conocimientos necesarios los puede adquirir con un poco de práctica y de sentido común. Si usted, por ejemplo, tiene su opinión sobre los asuntos políticos y en unas elecciones sabe a quien votar o tiene motivos para abstenerse sin haber estudiado Derecho Constitucional, en un restaurante no tendría que disimular su inseguridad o desconocimiento y aceptar a ciegas el vino que le dan a probar.
Parecerá que pretendo impartir una clase de enseñanza primaria, pero hay unos principios elementales, unas capacidades que tenemos todos, pues todos tenemos los mismos sentidos necesarios para catar: la vista, el olfato y el gusto. Cierto que los catadores profesionales los han desarrollado más gracias a su uso constante, pero usted y yo también podemos practicar y entrenarlos para distinguir un vino grande de otro que tira a lo mediocre.
Dirá usted que, además de los sentidos que ya tiene, necesita un vocabulario técnico, un léxico específico del que ahora carece. Pues sí y no: las expresiones necesarias irán tomando forma en la mente a medida que se practique y se gane experiencia («Domina el tema y las palabras vendrán solas», decía Cicerón), y por las innecesarias y superfluas no hay que preocuparse. Muy al contrario, deberíamos incluso burlarnos de algunos pseudoenólogos que, al igual que hacen los economistas, los críticos literarios o algunos periodistas de la sección de cultura, utilizan una especie de neolenguaje incomprensible, cuya única finalidad es que los ciudadanos normales nos sintamos ignorantes.
Hace poco leí en un periódico local esta crítica: «Es un vino muy estructuralista, pero de moralidad intachable, con aroma que evoca un amanecer de febrero en las medianías de La Orotava». Mi asombro hizo que leyera varias veces el parrafito, hasta que la risa pudo conmigo. El estructuralismo es una doctrina que tuvo su peso en la lingüística, en la filosofía y en otras disciplinas académicas, pero no hay noticia de su influencia en unos vinos que, por cierto, jamás han sido ni morales ni inmorales, sino que se han limitado a ser, simplemente, vinos.
Hay que reconocer que el «amanecer de febrero en las medianías de La Orotava» le quedó precioso, pero es una apreciación tan personal del crítico que no sirve para describir la bebida en cuestión, aunque supongo que le habrá gustado muchísimo catarla, pues, en caso contrario, quizá hubiese escrito que le evocaba «la calima de un mediodía de agosto en Santa Cruz, con el tufo de la refinería sobre la ciudad».
Seamos serios, por favor. Para catar y describir con palabras la cata a otras personas, usted y yo, cualquiera con un poco de fundamento, sólo necesitamos verter un poco de vino en la copa e iniciar un proceso sencillo y ordenado con nuestros sentidos. Primero, con la vista, observando el vino al trasluz para asegurarnos que su color es limpio y brillante. ¿Acaso es difícil distinguir un color limpio de un color sucio? Tampoco es complicado diferenciar, en el caso de los blancos, un amarillo pálido de un amarillo paja, ni un rojo rubí de un rojo granate si se trata de tintos.
Luego, el olfato. Acercamos la nariz a la copa para distinguir si presenta aromas agradables, propios de un buen vino, u olores desagradables que nos indicarán que el vino no es tan bueno o que ya comienza a estropearse. Sólo hay que oler para percibir si los aromas son de fruta madura, de frutos secos, de fruta tropical, de especias, de cítricos, de vainilla… y decirlo con estas mismas palabras.
Hasta aquí tampoco hay dificultad, y cuando hayamos adquirido experiencia hasta podremos distinguir los llamados aromas primarios, que son los que aporta la variedad de uva, los secundarios, que vienen de la fermentación, y hasta los terciarios, es decir, el bouquet del envejecimiento en la barrica.
Por último, el gusto. Una pequeña cantidad del vino en la boca hará que nuestras papilas gustativas aprecien los sabores (que casi siempre estarán relacionados con los aromas), su persistencia y si su paso por el paladar es sedoso, enérgico, ampuloso, untuoso… Todos tenemos capacidad para distinguir sabores y, además, el mismo número de papilas gustativas en la lengua que Parker o José Peñín. La única diferencia es que estos reputados catadores tienen a su favor la experiencia acumulada, la práctica habitual de una actividad que han convertido en su oficio.
Con estos tres pasos percibiremos y memorizaremos las sensaciones que catamos en el vino. Del conjunto de ellas, agradables o desagradables, emitiremos un juicio, daremos una opinión con palabras sencillas que nada tendrá que ver con ese neolenguaje oscuro del que nos reímos antes.
Como les dije en una pipa anterior, un poco de sentido común y de curiosidad -que es la madre de las ciencias- bastan a cualquiera para empezar a desenvolverse en la cata, de la misma forma que se puede disfrutar de la música sin saber solfeo o de la lectura de novelas sin ser catedrático de lengua y literatura. Todos tenemos ojos para distinguir los matices de un color tinto, blanco o rosado y palabras para decirlo, además de nariz para apreciar si huele a madera, a tierra o a frutas, y paladar para distinguir un sabor ácido de otro amargo, o uno dulce de otro resinoso, y capacidad para apreciar todos estos deleites de forma conjunta.
Todo ello, insisto, con lenguaje sencillo y cotidiano. Los catadores de vino profesionales y los críticos de gastronomía que hacen bien su trabajo poco tienen que ver con el ejemplo que les puse antes, y si tienen que recurrir a alguna expresión nueva para describir lo que prueban lo hacen sin aspavientos ni relumbrones, y en ocasiones hasta consiguen algún hallazgo expresivo, como un comentarista del periódico El Mundo, José María Presas, que para referirse al sabor dulzón y empalagoso del turrón Jijona hablaba de su «paso adormecido» por el paladar.
Si usted desea, además, que alguien experimentado guíe sus primeros pasos de catador, nada mejor que inscribirse en un cursillo de iniciación. La Casa del Vino, en Tenerife, los organiza cada poco tiempo, a precio razonable, al igual que la Fundación Alhóndiga de Tacoronte, que además los lleva por las distintas islas. Y al final de cada sesión, si tiene que utilizar su coche para desplazarse, no tema por los controles de alcoholemia en la carretera, pues ni en la enseñanza de la cata ni en su ejercicio profesional se traga el vino, para evitar que el alcohol merme la capacidad de análisis. Cosa bien distinta es cuando estamos en casa…
Los vinos, además, están hechos para disfrutarlos, algo que suelen olvidar críticos como ese del estructuralismo y la moralidad. Es decir, que superada la fase de práctica que nos ha dado capacidad para discernir que un vino presenta defectos graves o que es correcto, sólo hay que saborearlo porque el resto se adentra en el reino de las opiniones y los gustos personales.
Debemos confiar en nuestra nariz y en nuestro gusto y probar todos los vinos que podamos, abrir nuestras miras sin limitarnos a los de la comarca en que vivimos, poco a poco hay que probar los de toda la isla, los de Canarias y los de la Península, que todos nos aportarán un conocimiento y disfrutar de las sutilezas de un Rioja o de un Ribera del Duero también nos ayuda a conocer la riqueza de matices de un Tacoronte-Acentejo, un Ycoden-Daute-Isora o un Lanzarote.
Siga su propio criterio, confíe en usted y tal vez le ocurra como a un amigo mío, un día que se encontraba en el bodegón Peraza. Este es un establecimiento que ya tiene más de un siglo de existencia, en Tacoronte. El propietario le solicitó su opinión sobre el vino que servía, pues otro cliente lo había rechazado alegando que era de mala calidad.
Mi amigo, amante del vino, aunque no enólogo ni catador, le confesó con llaneza que él no era un entendido, pero que le gustaba, que lo encontraba muy agradable y sabroso. El propietario quizá no quedara satisfecho con una respuesta tan imprecisa, pero su rostro se iluminó de alegría con la intervención de un tercero que saboreaba un vaso cerca y no se pudo contener. Dirigiéndose a mi amigo le dijo: «No será usted un entendido, pero sí tiene el paladar afinado, que siempre lo veo donde hay buen vino». Así de simple.