Toda conquista y posterior colonización de nuevos territorios siempre ha tenido consecuencias con los sucesivos intercambios de costumbres y cultivos. América no iba a ser menos; tras los pasos de los conquistadores llegaron a esas tierras nuevos productos, algunos por pura necesidad de abastecimiento para tantos miles de colonos que iban asentándose en el Nuevo Continente. Entre ellos se encontraba el vino y posteriormente el cultivo de la vid. Si nos atenemos a la historia documentada el vino llegó con Colón, el cual cita que procedía de la zona de Ribadavia, en el S.O. de Orense, actualmente situada en la productiva y renombrada comarca vitivinícola de Ribeiro. Posiblemente este origen se debía a que los vinos elaborados allí tenían prestigio en la Península, se consideraban los mejores de la época y, por tanto, también caros; las duras condiciones de la conquista motivó, aparte de cierto interés comercial, que esos pobladores no desearan prescindir de tan preciado y embriagador líquido. Al finalizar el primer cuarto del siglo XVI Hernán Cortés decide comenzar a plantar vides traídas desde España en las tierras colonizadas de Méjico. Su cultivo prosperó tanto que pronto se fue extendiendo hacia el sur, llegando a dominar los territorios del Virreinato del Perú, actual Sudamérica. Por aquel entonces se decide prohibir más plantaciones en el norte, que quedaban limitadas por expresas autorizaciones de la Corona de Castilla ante el temor de que los pueblos, con éste y otros cultivos, pudieran ser autosuficientes y crear conflictos. De esta prohibición dejaron fuera a los religiosos jesuitas que sí pudieron seguir con su cultivo, entre otros motivos por la excusa de necesitar el vino en las ceremonias religiosas. La continua expansión en el sur motivó la aparición de grandes regiones dedicadas a la vid y por tanto a la elaboración de vinos propios; éstas se situaban en las actuales Chile y Argentina, que desde entonces tienen una importante presencia en el panorama vitivinícola mundial.
Ya en el siglo XVII y acompañando siempre a los jesuitas que se dirigieron más al norte de Méjico, en la zona de la Baja California, llega a esas tierras la vid siempre bajo la consabida necesidad de elaborar vino para las eucaristías. Poco a poco se extiende a través de las misiones los que se consideran históricamente los primeros vinos de California. en la segunda mitad de ese siglo llega a la zona de San Diego, climatológicamente muy favorable para este cultivo, en especial en el denominado Valle de Guadalupe donde en la actualidad se sigue produciendo excelentes vinos. A las herederas de esas primeras cepas provenientes de España se les denomina «mission grapes» (uvas de la misión) por su origen jesuita. Llega una época de importantes cambios y altibajos en las producciones y también en las diferentes disposiciones que iban regulando el propio cultivo, las variedades que se debían explotar y el posterior consumo del vino resultante. Es tras la Revolución y con los aportes entre otros del presidente Thomas Jefferson, que había sido anteriormente embajador en Francia, que se promueve la viticultura, tan importante en la Europa que conoció; se empiezan también a publicar en Pensilvania trabajos sobre variedades ya consideradas americanas de la mano de John Adlum, el que posiblemente sea el padre de la viticultura americana. Ya en el siglo XIX otro colono de origen húngaro, Agoston Haraszthy, inicia una importante actividad viticultora en el Valle de Sonoma (California), dando paso al nuevo y floreciente periodo que perdura hasta nuestros días y que han llevado al primer nivel a los vinos californianos, disputando protagonismo con los otros actores del considerado Nuevo Mundo del Vino: Argentina, Chile, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, frente a las grandes potencias tradicionales europeas como son Italia, Francia y España principalmente.
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