El otro día, en la casa de mis padres, un potajito de berros humeaba ante mí y cuando me disponía a embaular aquella delicia me llegaron aromas a gofio. Mi madre se estaba poniendo unas cucharaditas y se me antojó.
Dicho esto, quería trasladarles aquellas sensaciones tras desempeñar el cometido de catador en la primera fase final del certamen de Gofio de Canarias, Agrocanarias, un certamen que en la edición del presente año 2016 se llevó el Quanarian de Trigo del País (Harinalia).
Al tratarse de una experiencia novedosa en aquel momento, la complejidad del desarrollo residía en precisar un sistema o método homogéneo para valorar las muestras en las distintas fases (visual, olfativa, gusto).
Vino, cerveza, aceite, quesos, mieles, papayas, papas, legumbres, destilados, agua,… Yo qué sé en cuántas de éstas me he visto y he de decir, creo que igual que tantos de los que allí estábamos, que la experiencia fue no sólo enriquecedora sino también evocadora.
Es por eso que estaba empeñado en reproducir cómo viví aquella cata, que consistía en realidad en prestar más atención a lo que generaciones de isleños hemos hecho automáticamente desde la niñez en desayunos, condumios, chuletadas, romerías… Apreciar esa persistencia buena, cálida, tan memorizada que da en boca el trigo o el millo tostados; la cebada, las mezclas según las Islas, las leguminosas que salen de las moliendas de cada terruño.
Ahí que estábamos los catadores, llamados de diversos cometidos profesionales vinculados con la gastronomía, muchos de ellos un poco «despistados» -entre ellos un servidor- ante lo que nos aguardaba, a pesar de la veteranía concentrada en tantos frentes de cata por parte de todos.
Teníamos ante nosotros, en la mesa de trabajo, 19 tarros (10 de trigo y otras 9 de trigo-millo) con variedades de gofio con el mismo pesaje y perfectamente cerradas para conservar intactos todas la propiedades.
Por otro lado, un vaso de precipitados y un cuentagotas. En la fase del gusto, y en busca de la máxima «asepsia», se agregarían 25 mililitros para crear en cada tarro un «escaldón neutro» que permitiera advertir las características organolépticas. Al ladito, una manzana, siempre aliada para cambiar de registro y amortiguar el cansancio de las papilas gustativas.
Cada maestrillo tiene su librillo y yo me dispuse de esta manera: la ficha: rellenar categoría (trigo), panel y código. Muy importante era el primer golpe de sensaciones, porque con una veintena de muestras y la contundencia del elemento a catar, las florituras no son convenientes (ni en gofio ni en nada).
Abrimos el tarro y nos concentramos para las tres fases: visual, olfativa y gustativa. El gofio, en seco, presenta tonalidades con nos demasiados registros. Yo opté por puntuar las que me agradaban; con golpecitos, observaba si se apelmazaba más o menos, se hacían «bolitas» o era homogéneo.
Acercar a la nariz, también en seco, es importante aunque nos vaya a reportar no demasiados contrastes pero sí connotaciones más bien planas que luego despuntarán al mezclarla con el agua.
Antes de agregar el líquido elemento, en proporción exacta, yo mojaba ligeramente el dedo y tocaba la muestra. Probarlo de esta manera también aportaba pistas, quizá más relacionadas con recuerdos sápidos de toda la vida.
Revolvemos, a la vez que olemos. Detectamos familiaridades, posibles defectos, tostados pasados de rosca, rebañando con la cucharita. Una, dos veces… una tercera si se nos ha escapado algo (38 como poco); de eso dependen los puntos. Sobre la marcha rellenamos la ficha según los baremos: intensidad aromática, tostado, acidez, textura gustativa, regusto.
Una mecánica que, al fin y al cabo, reproducía una vez más con la que que se me presentó ante el potajito de berros.