Por Juan Carlos Hernández
Durante años he escuchado a mi alrededor conversaciones de verdaderos “apiladores” de botellas de vino; incluso durante un tiempo, cuando el boom de las vinotecas, la proliferación de catas para aficionados y de la revistas especializadas, estuvo de moda hacer un hueco en casa adonde poder llevar a los amigos para fardar un poco de la cantidad de vinos guardados y la no menos importante cantidad de dinero gastada en ello. Si dejamos a un lado la afición de los coleccionistas, que ponen esfuerzo por conseguir botellas raras, exclusivas o interesantes comercialmente como inversión, el simple hecho de hacer acopio de decenas de vinos de reserva, crianzas, etc. -es de esperar que al menos no sean de vinos jóvenes-, para tenerlos en casa nunca es una buena idea.
El vino, el buen vino, es una excelente excusa para una charla distendida, una velada íntima o cualquier otra circunstancia que nos haga descorchar a la más social de las bebidas. Por ello no es mala práctica disponer de algunos en nuestra casa, que en cualquier momento podamos abrir y degustar con quien nos encontremos. Un pequeño surtido, bien elegido en cuanto a tipo de vino, cosecha y hasta zona productora es el ideal, siempre teniendo muy en cuenta de disponer del lugar adecuado para su conservación y que, si pasa el tiempo sin ser abiertas hagamos el mejor servicio que podemos a quienes se esforzaron muchos meses para hacernos llegar ese preciado líquido, o sea beberlo.
La ignorancia es atrevida, como bien dice el dicho. En este momento me viene a la memoria un particular caso en el que se me propone la compra de un importante lote de botellas; se habían encontrado en una casa tras el fallecimiento del padre de la persona en cuestión. Le dije que me trajese un listado de marcas, tipos, añadas y cantidad de botellas para poder valorarlo. Mi asombro fue mayúsculo cuando comprobé que la práctica totalidad de aquellos vinos tan celosamente guardados durante un par de décadas eran jóvenes y crianzas sin más. Le hice saber que su valor era casi nulo, que la mayoría de sus botellas no eran tesoros, sino vinos que hacía años habían perdido la gran ocasión de ser disfrutados. Su reacción fue mezcla de sorpresa y enojo por mi respuesta, al ver su gran negocio cuestionado.
La información acerca de cuáles han de ser comprados y bebidos y de cuáles podemos hacer una guarda temporal hasta que llegue el momento adecuado es fundamental. No hay mejor disfrute de un vino que compartirlo en su momento óptimo y logremos cumplir las espectativas que pusimos en él cuando fue comprado. Y vamos al grano del asunto del título.
Proponerles una buena bodega que tener en casa: “la bodega de las botellas vacías”. Es la mejor de las soluciones, sin duda, en especial si el vino es de los que valen la pena tomar. El invento consiste en que una vez bebido o bebidos -eso depende de la propia celebración en sí y de la cantidad de “catadores” que seamos- la botella y su tapón pasarán a ser lugar de conservación de la historia que nos acaba de llevar a descorcharlo. Lugar, fecha, motivo, compañía, etc., un breve, o no tan breve, relato de lo que aconteció en la velada. Luego, convenientemente reencorchada nuestra botella pasa a ocupar su sitio en la bodega. Pasado cierto tiempo, el suficiente para que la mayoría de esas historias se nos hayan podido olvidar, tomamos una al azar y leemos lo escrito meses o años atrás, quizás podamos revivir un momento especial de nuestra vida o de los nuestros. También, de esta manera el vino fue comprado para tener el fin lógico con el que fue cuidadosamente elaborado y sus uvas cultivadas y vendimiadas, beberlo.