O como utilizar el nombre del vino con orgullo, ligado al concepto de país. Mientras las autoridades de Agricultura de la Unión Europea se la agarran con papel de fumar, no vaya a ser que se enfaden los prebostes de Sanidad y, lo que es peor, la Organización Mundial de la Salud (OMS), donde abundan buena parte de los talibanes de las cruzadas antialcohol, esos que rechazan los estudios serios que demuestran las bondades del consumo moderado de productos como el vino; otros países más abiertos, como Moldavia, han rebautizado su aeropuerto con el nombre de «Wine of Moldova».
Y lo han hecho frente a otras posibilidades presentadas como el prolífico compositor Eugen Dora o Olga Culic, la primera mujer piloto del país. Moldavia, que produce poco más de un millón de hectolitros y que el pasado año fue galardonada con el Premio Voice of Wine, otorgado por la organización de la World Bulk Wine Exhibition, de Ámsterdam, ha demostrado estar a la vanguardia de una bebida cada día más popular.
La caída del muro desveló con dramática tristeza los elevados índices de alcoholismo a los que se enfrentaban la mayor parte de los países del Este como consecuencia del consumo descontrolado de bebidas espirituosas, de dudosa procedencia y alta graduación alcohólica. Este panorama mostró que atajar un problema que elevaba los índices de mortalidad, la marginación, las actitudes violentas y el absentismo laboral no iba a ser fácil. Pero lejos de ir a políticas prohibicionistas, como las propugnadas por algunos caciques de la OMS, algunos de estos países, con Rusia y Polonia a la cabeza, optaron por una política educativa que inculcara a los jóvenes el valor de la cultura del vino y un consumo moderado y responsable de este. Las consecuencias están a la vista. Los índices de alcoholismo han bajado y las nuevas generaciones apuestan por una cultura hedonista y lejana a las borracheras que se producen en buena parte de nuestros países y Escandinavia como consecuencia de la falta de estímulos y creatividad y como reacción a la política de “esto no se hace, esto no se dice, esto no se toca”, como cantaba Serrat.
Llegar a un país que ha ligado el nombre del vino a la terminal de su aeropuerto internacional en Chisinau tras la votación realizada por más de 8.000 expertos, saber que cada año cuentan con la celebración del Día Nacional del Vino y que anualmente exportan más de 67 millones de botellas, alrededor del 50% de la producción solo produce envidia sana. Si a ello le unimos iniciativas como las desarrolladas por Argentina o Uruguay, con la designación del vino como Bebida Nacional, aunque el actual presidente de este último país sea de la Cofradía Abstemia, o la puesta en marcha de la Ciudad del Vino en Burdeos, además del denodado esfuerzo de ProChile a favor de los vinos, hay aún motivo para la esperanza.
José Luis Murcia
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