Apenas has cruzado la puerta y el reloj ya se ha parado. No hay explicación lógica, porque la magia desertó, hace tiempo, de las filas de la razón. Avanzas despacio, no quieres hacer sentir tu presencia, sería casi un sacrilegio. Por eso hablas en susurros, tus gestos son sutiles y hasta el corazón late acompasado con la energía que te envuelve. Todo ocupa su lugar y cada sombra parece cómoda en su rincón.
La luz fluye como en una delicada cascada, la temperatura acaricia tu piel, el olor trae recuerdos olvidados de la niñez: septiembres preñados de vendimias, carcajadas en el bar del pueblo, instantes compartidos con los abuelos, entrechocar de boliches en el patio del colegio… Te detienes y cierras los ojos. Escuchas el sonido de las hojas de parra mecidas por el alisio. Unas pisadas hacen crujir el picón negro en el viñedo. Oyes unos extraños “clicks”, hasta que comprendes que son unas tijeras cortando varas en la poda.
Sin abrir los ojos extiendes tu brazo izquierdo, el que está más cerca del corazón, y acaricias la barrica que está junto a ti. La madera está fría y húmeda, casi como si se tratara del preludio de lo que contiene. Apoyas la palma de la mano y sientes las infinitas posibilidades encerradas en el interior. Historias por contar, por vivir y que pertenecen a otros en un tiempo futuro…
Ahora, dejemos que el silencio sea el amo y señor del lugar. No puede ser de otra forma.
Inspiraciones (III): Silencios
