El arte del maridaje sigue evolucionando (hacia ciencia) de tal forma que hoy se reafirman tendencias como la denominada “sumillería molecular” que se basa en la evidencia de unos ingredientes “de relación” que ejercen marcada influencia a la hora de casar la comida y una variedad de bebida. En realidad, este es el sentido inequívoco del término de origen francés: existen “catalizadores” capaces de realzar unos u otros sabores según como se combinen.
Del no tan lejano vaso de vino tinto para carne o pescado se pasó a la efervescencia que dictó ciertos corsés y “normas” que rondaban lo inaudito. Hoy parece que se haya recobrado la cordura.
Maridaje. No es propósito aquí entrar en valorar si debería adoptarse este vocablo, el de armonía o incluso ensamblaje. No sería esta la primera vez, tampoco, en la que me reafirmo: esta vertiente de la gastronomía -conseguir equilibrios gustativos entre un plato y una bebida-, tiene mucho de quimera.
Sin embargo, no hay duda de que algunas de esas combinaciones intensifican cualidades de uno y otro elemento, abocando al conjunto en momento de placer para el comensal, una vez que identifica ese «flash gastronómico”.
Quizá debiéramos tirar del ovillo cuestionándonos en qué se basan los maridajes. Hace algún tiempo de esto, el experto Luis Isla me indicó algunas reglas de oro sobre esta palabra (giro del francés que a muchos no termina de convencer), que responde a tres tipologías fundamentales.
A saber: por armonía, cuando casan sabores (dulce-dulce, saladado-salobre,…); por contraste (dulces que equilibran ácidos, salados, amargos), y el tradicional (marida y ya está). Por supuesto que existen combinaciones básicas y “científicas” que intervienen para que este o el otro caldo vaya bien con el bocado de aquel pescado, verdura o carne.
Vayamos a un ejemplo que a algún lector incluso pueda desconcertar, así que hay que probar para salir de dudas: un queso Stilton (tipo azul) muestra cómo pueden eclosionar sus excelentes matices si se acompaña con… un Pedro Ximénez. Algo fantástico.
Excepciones que confirman la regla, aunque sinceramente hay líneas delimitatorias: en algunos casos no debería llevar aparejada bebida alguna y se fuerza en cambio el maridaje, lo que supone una majadera insensatez y un estrepitoso fracaso.
Está claro que cualquier decisión del sumiller, en comunicación con la cocina, debe tener en cuenta multitud de factores, algunos de pizarra. Para escabeches, aliños y aderezos del vinagre o incluso para las tan esquivas alcachofas, un fino “retrotrae” inmediatamente los repuntes ácidos y limpia la boca. Hagan la prueba.
Hablando de estos profesionales de la restauración, aprovechemos para subrayar que se requiere de conocimientos y experiencia en esta materia para conseguir óptimas armonías que ayuden a destacar las propiedades de determinados vinos y, al mismo tiempo, permitan disfrutar de los aromas, texturas y sabores de la comida que estamos degustando.
Llegados a este punto, viene a cuento exponer precisamente curiosos ejemplos de algunos “acoplamientos” que no cumplen con las reglas establecidas, más bien todo lo contrario, pero que se aceptan sin rechistar. Caso muy particular el de un queso cabrales con sidrina en Asturias o también esos orujos blancos con oreja en Galicia… En casa, hace tiempo no había remilgos en acompañar una vieja guisada con un vinito tinto. En la foto de apertura, por ejemplo, se combina un pisco-sauer con una empanada chilena.
Sobre combinaciones con sopas, cremas, mousses, gazpachos, etc, lo digo claro: ¡no acompaño nada con estas especialidades líquidas o semilíquidas! Razonable y evidente acompañar con sake toda un menú oriental, mientras que sobre postres casi me remito a lo de las sopas. O postre o vino dulce o licoroso, pero cada uno por su lado.