POR RAFAEL A. ORTEGA
(publicado en la Revista Bodega Canaria en noviembre de 2001)
El heavy metal también tiene otra manifestación en el guachinche, otro altar cuyos adoradores completan la escenografía etílica y el aire de desmesura
Fue en un guachinche de Acentejo donde me percaté de esa similitud con la estética del heavy metal, una tarde sin nada urgente que hacer, la carretera que culebreaba estrecha entre las viñas próximas a la cumbre, la casita de autoconstrucción con las paredes exteriores sin encalar, las camionetas de los lugareños aparcadas fuera, las cuatro mesas con mantel de plástico y la inevitable colección de llaveros colgados del techo.
Ea casualidad hizo que en la radio sonara <Highway to hell> (Autopista hacia el infierno), de AC/DC, cuando entraba y buscaba con mirada de amante el garrafón de vino. Estaba sobre el mostrador de siempre, con la manguera de escanciar saliendo de su boca para repartir las cuartas y las medias, pero las notas del grupo heavy metal me hicieron notar su belleza bronca y feroz, casi de viñeta de cómic manga y más acorde con esa música de rock duro que con la de boleros o cantos regionales.
No en vano, es el recipiente apropiado para beber sin mesura. En una bodega, las paredes oscuras y los toneles de madera ofrecen una imagen serena, casi monacal, que invita a la cata tranquila de los caldos y al beber comedido. Pero la metamorfosis viene cuando el vino se traslada a unos garrafones que invitan al disfrute sin traba y convierten el guachinche en el reino del vino de la tierra servido a granel. Uno mira a su alrededor, por si estuviera alguien de AC/DC o de Iron Maiden (Angus Young, por ejemplo) pinchándose en una vena la manguera del garrafón.
El heavy metal también tiene otra manifestación en el guachinche, otro altar cuyos adoradores completan la escenografía etílica y el aire de desmesura. ¿Se han fijado en ese botellón cuadrado, con un grifo en la base, que contiene un líquido canelo en el que se maceran unas hierbas? Es la parra, que se obtiene de la destilación del vino y que mueve bastante dinero en la economía sumergida de nuestros entornos rurales.
La bebida resultante es tan heavy metal como su proceso de elaboración en las destilerías clandestinas. Sí, han leído bien, clandestinas. Aunque no hay ninguna Ley Seca, al Ministerio de Hacienda no le gusta la fabricación artesanal de aguardientes, que no le rinde ningún tributo, y por eso hay que hacer la parra a escondidas. Y también comercializarla y distribuirla con la mayor discreción entre los guachinches y bodegones de gente de confianza, aunque, paradoja, luego estos locales la exhiban sin tapujos a la vista de la clientela.
El improvisado alambique se prepara con un barril de cerveza, que se llena de vino y se coloca al fuego sobre uno de esos fogones de butano que se utilizan para las paelleras. Al barril se conecta el extremo de una manguera metálica de 25 ó 30 metros de longitud, la misma que se emplea en las conducciones domésticas de gas. Dicha manguera se enrolla sobre sí misma, a modo de serpentín, y se mete en un bidón o depósito de unos 1.000 litros de agua.
Durante muchas horas a fuego lento, va cayendo gota a gota por el otro extremo de la manguera metálica la parra y, si se quiere, póngase de fondo musical a Iron Maiden, que pega con el ambiente. He visto hasta una docena de estos artilugios funcionando a la vez en los bajos de cualquier casa anónima de cualquiera de los barrios de autoconstrucción que proliferan en los medios rurales. Iron Maiden o AC/DC habrían hecho una foto para ilustrar la portada de alguno de sus discos. Además de beberse la mitad de la producción.
Una vez fría la parra ya se puede beber tal cual ha goteado del alambique, aunque muchos prefieren añadirle diversas hierbas y frutos secos, que le proporcionan sabores y el color canelo, y aguardar durante unos días el proceso de maceración. Todo depende del gusto personal, aunque el resultado es siempre una bebida fortísima. Su proceso artesanal impide calcular el número exacto de grados, pero, para tener una idea, hay quien utiliza esta parra para flambear morcillas y chorizos en el guachinche.
Y falta todavía hablar del vino dormido, que a pesar de su nombre despierta mucho a quien lo bebe. Pocos bodegueros lo conocen y son menos los que saben prepararlo. Sólo lo he probado en una ocasión que resultó memorable (un día que comenzó a las ocho de la mañana en el camino de Las Turcas, en Santa Ursula, y terminó a las doce de la noche en Teno Alto), y prefiero esperar a otra pipa para contar con mayor conocimiento cómo se prepara. Mientras, a disfrutar del garrafón de vino sin perder la moderación, porque si no el guachinche puede convertirse en nuestro fumadero de opio.