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¿Defendemos nuestros vinos?. Tres opiniones.

  • Publicado en la revista Bodegacanaria en enero de 2003 (edición impresa) por Apeles Rafael Ortega Pérez

Todo el mundo dirá que sí, por supuesto, y es cierto que todos los implicados se empeñan con mayor o menor acierto en el progreso y en el prestigio de nuestros vinos y de nuestros viticultores. Sin embargo, en las últimas semanas la prensa de Tenerife ha reflejado una de esas polémicas entre políticos que suelen enfrentar a quienes están en el gobierno y quienes están en la oposición, que esta vez ha pretendido dilucidar si la administración pública dedica los esfuerzos y dineros suficientes a la viticultura de la Isla.

La polémica se ha centrado en Tenerife y, de momento, no alcanza al resto de Canarias. Sus cabezas visibles han sido el consejero de Aguas y Agricultura del Cabildo, Alonso Arroyo, y Gloria Gutiérrez, portavoz del PSOE en la misma corporación, aunque no sea necesario citarlos porque es de conocimiento público quienes gobiernan y quienes ejercen la oposición en la isla que tiene cinco denominaciones de origen.

Estos últimos se indignan porque consideran «insuficiente» el presupuesto dedicado a la «comercialización del sector vitivinícola», organizado a través de unas bodegas comarcales «que ahora abandonan a su suerte», a pesar de que «todos sabemos que el problema principal de nuestros vinos es la falta de comercialización». Y no les falta razón en el diagnóstico de que se carece de una buena red comercial.

La oposición todavía llega más lejos: acusa a quienes gobiernan de la deficiente comercialización del vino, pues estima que «si tienen que enfrentarse a intereses económicos de terceros, entre otros los que afectan al sector importador, son incapaces de tomar medidas para fomentar nuestros productos» y, por añadidura, «un año más contemplamos como se posterga la creación del Instituto Tecnológico del Vino, organismo que se encargaría de centralizar y coordinar toda la planificación e investigación».

Quienes gobiernan se defienden de estas acusaciones, que rechazan enfurecidos. Afirman que el presupuesto de 2003 para la agricultura en general se ha incrementado «en un 16 por ciento» respecto al del año pasado, y que entre las partidas incluidas destaca una inversión de 1,3 millones de euros «para continuar con el desarrollo del Plan Insular Vitivinícola, que contempla la ampliación y reforma de la Casa del Vino, nuevas subvenciones para las bodegas comarcales y, como principal novedad, la apertura del Laboratorio Vitivinícola Insular», que, señalan, centralizará y agilizará el análisis de los vinos, con capacidad para tratar unas 500 muestras diarias.

Añaden que «nunca han dejado de lado» el mundo vitivinícola y recuerdan que el año pasado organizaron el I Certamen de Los Grandes Vinos de Tenerife, para «promocionar sus bondades y especificidades», y que en colaboración con las cinco denominaciones de origen iniciaron una campaña de divulgación que se continuará en este 2003.

Bienvenida sea esta polémica porque es bueno que quienes están en el poder -en el gobierno o en la oposición- se ocupen de los asuntos importantes, y el de los vinos lo es. Ya he expuesto resumidamente sus opiniones y sólo resta añadir la tercera a la que alude el título de esta pipa: la mía, que tal vez contenga algún reproche y no sea la más cualificada, pero tómenla ustedes como la de un simple amante de los vinos.

Siempre me ha dado la impresión de que viticultores y políticos confunden o intercambian sus funciones. Como es lógico, los primeros ya se ocupan del cultivo de las viñas y de la elaboración de los vinos, pero debieran también preocuparse más de la comercialización, que en ocasiones medio dejan en manos de los segundos. No afirmo que los políticos sean malos agentes comerciales, sino que su labor como administradores debiera centrarse en la eliminación de los obstáculos que agobian a sus administrados y en lograr que sus cultivos les sean rentables, que es una labor distinta y más apropiada a las funciones de un gobernante. Y esto vale tanto para el vino como para los plátanos, los tomates o las manufacturas.

Pongo el ejemplo de los viticultores de La Palma, donde la comercialización de los caldos embotellados en las bodegas adscritas a su consejo regulador ha aumentado un 11 por ciento, a pesar de lo mala que fue la última vendimia en la isla. Como además tienen un saludable grado de ambición, no quieren limitarse al mercado palmero, que ya dominan, en la actualidad estudian introducirse en los de Gran Canaria y Tenerife, donde confían incrementar sus ventas.

Los viticultores palmeros han actuado por iniciativa propia, sin recurrir a unos políticos que, a mi juicio, debieran centrarse en algo tan elemental como complicado en un lugar como Canarias, en que los viticultores dispongan de suelo para las viñas, pues la breve y fragmentada geografía del archipiélago y su crecimiento demográfico constituyen una combinación de circunstancias que hoy desencadena un problema cuya solución es urgente: la escasez de suelo, de espacio vital, y cómo ordenar y distribuir para los usos y necesidades imprescindibles de la sociedad ese recurso cada día más menguado.

Se hace necesario que los políticos diluciden ya mismo, que esa es su obligación, cuánto suelo se dedica a la agricultura, cuánto a la construcción o a la industria y cuánto a los parajes naturales, para que donde crecen las viñas no se construya ni una urbanización ni un campo de golf, para que en el suelo urbanizado no se instalen industrias que causen molestias al vecindario y para que los espacios naturales se conserven intactos y que como tales los disfruten los que viven hoy y las generaciones venideras.

El suelo agrícola de Tenerife parece ser el más perjudicado y el que más se bate en retirada en esta batalla por el preciado espacio. Un ejemplo claro lo constituyen los tres municipios que conforman la Denominación de Origen Valle de La Orotava, que en los últimos veinte años han perdido el 60 por ciento de sus tierras de cultivo.

Que los políticos se percaten de una buena vez de que Canarias no cuenta en la actualidad con ninguna ley que delimite y proteja su suelo rústico, destinando áreas de territorio para exclusivo uso agrícola y favoreciendo la concentración, recuperación y explotación racional y eficaz de la empresa agraria, mejorando con ello la productividad y rentabilidad de los cultivos. La carencia de una normativa de esas características favorece la progresiva pérdida de los suelos agrícolas, que ante la escasez de espacio que se padece en el archipiélago se recalifican con suma facilidad en terrenos urbanizables para construir viviendas -igual de escasas-, autopistas o complejos turísticos para una industria del ocio que, paradójicamente, ahora busca paisajes y entornos rurales auténticos.

De esta situación comienza a darse cuenta el habitante de las medianías y cumbres rurales, al que en ocasiones se ha acusado de ser el mayor depredador del medio ambiente por su empeño en construir donde le venga en gana. Si uno se da una vuelta por las comarcas vinícolas para echarse unos vasitos y escucha las conversaciones de los parroquianos, podrá observar que ya hay preocupación entre la gente por la mengua del suelo agrario.

A principios de este mes almorzaba con Maica en El Llano de La Matanza, en uno de esos establecimientos que ofrecen comida casera y el vino de la familia. En la sobremesa oímos los comentarios de un grupo que estaba cerca de nosotros, hablando con preocupación de los cambios que apreciaban en esa zona. Un hombre de edad mediana, con aspecto de venir de trabajar en sus campos, señalaba que ya se estaba urbanizando en unos terrenos donde, a su juicio, crecían los mejores viñedos del municipio. «Cada vez hay más gente, y en algún sitio tienen que vivir», le dijeron. De su réplica podrían tomar nota los políticos: «Eso es verdad, pero si no se hacen las cosas con orden, pronto no podremos venir aquí a tomar un vino».

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